ESTEBAN CISNEROS
Too much monkee business!
Los Monkees. ¡Carajo! Ese deleznable grupo prefabricado, diseñado en las oficinas de unos falaces trajeados (sí, de esos de los que cantaba Ricky Luis), manufacturado por arteros productores discográficos, esa escoria; viles títeres de una industria millonaria que vendía discos de siete pulgadas con el descaro y la alevosía de un puesto de gorditas frente a una oficina gubernamental mexicana.
Con su irrisoria falta de ortografía como dictaba la moda (The Byrds, The Cyrkle), fabricaban unas canciones remilgadas hechas de sacarosa y ordinariez, todo para contrarrestar –y sacar tajada de, ¡pero claro!, aprovechando– ese fenómeno de la beatlemanía (el fervor desmedido por otros greñudos con nombre mal escrito). ¡No sabían tocar! ¡No componían! ¡Eran unos actorzuelos de boñiga, malditos detritos de la cultura! Pero por sobre todas las cosas: no eran auténticos. No. Eran. Auténticos. ¿Qué se creían esos imbéciles?
Stop! Alto a la historia oficial. Perdonen la expresión, pero qué jodida güeva. ¿Es tal vez hora de reescribir la historia? Sí. De hecho, la hora se nos pasó hace mucho. En serio, ¿hay algún desfasado aún? Intentémoslo:
Los Monkees. ¡Carajo! Ese grupo que surgió de un impulso empresarial que resultó creativo a la n potencia. Unos productores discográficos, los mejores del ramo –tal vez– en toda Norteamérica tras el ocaso de Phil Spector, juntaron a unos chavales inquietos que, sí, sólo querían ser famosos. ¿Es un pecado? ¿Lo era en 1966? ¿O qué quieren las bandas de hoy, cambiar el mundo con tonadillas cantadas en voz nasal? No, ¿en serio?
Pues, les diré algo: esos cuatro que salieron de un casting sí que lo lograron. Cambiar el mundo, digo. Unos actorzuelos que aprendieron el oficio y algo más, porque eran tipos sensibles, abiertos, talentosos. A veces no se necesita más. Pronto supieron que eran utilizados por una industria para vender discos de siete pulgadas con descaro y alevosía.
Estaban dentro de la maquinaria y la usaron para hacer gran pop, para llevar a cabo esa idea procaz, insolente y sediciosa de pervertir los designios del cosmos para cambiar el orden y patear en los dídimos al status quo. Siendo parte de él. ¿No es una idea adorable? Tomaron la beatlemanía como base y construyeron un pequeño reino tonto que gustó a niños y borrachos (los que portan la verdad, ¿no?), se adelantaron a su tiempo y le hicieron un revamp (perdón por el término) a la moda para que estuviera aún-más-a-la-moda.
Son esa gente que ayudó a inventar la generación Netflix, vertieron gotas de ácido sobre A Hard Day’s Night (y les salió Head, una película de Bob Rafelson escrita por Jack Nicholson) y, de paso, como no queriendo, interpretaron y/o compusieron (sí, leyó bien usted: compusieron) algunos de los temas pop más formidables de los sesenta. Es decir, de la historia de esta música que nos gusta y nos mueve, si es que ha seguido usted leyendo hasta acá.
¿O seguiremos hablando por siempre de Elvis y Janis? Ellos tampoco componían sus canciones, por cierto. O al menos escribieron un porcentaje mínimo (en este rubro sólo se defiende la tejana) de su repertorio clásico y, ejem, “auténtico.” Inserte risas enlatadas aquí. Y una canción de los Monkees enseguida.
Por cierto, nuestros micos favoritos del pop están de regreso. Sí, en 2016. Sí, como si nada hubiera pasado en los últimos cincuenta años (ni el hard rock, ni el prog, ni el punk, ¡ni siquiera sus anteriores dos regresos que, ay, suenan endemoniadamente mal!) Y no vuelven con una gira nostálgica ni con una revisión de su carrera en forma de box set de precio ofensivo; lo hacen con un disco completamente nuevo con el que festejan su medio siglo y rinden homenaje al compañero caído, Davy Jones (cuya intempestiva muerte en 2012 aún cuesta asimilar) en forma de un gran bonche de canciones de chicle, caramelo y ácido.
Good Times!, como se llama la placa, suena a 1966 y a 2016. Está plagada de canciones increíblemente pegadizas y se perfila para ser uno de los grandes discos guitarreros del año. Fue producido por Adam Schlesinger (de Fountains of Wayne) y contiene temas escritos por algunos de los mejores artesanos vivos de la canción pop (incluidos, claro, ellos mismos).
Concederé a sus detractores el argumento de que Mike Nesmith, Peter Tork y Micky Dolenz ya no son unos mozuelos con peinado príncipe valiente a quienes se les perdona todo por ser encantadores, pero alguna vez lo fueron y eso les da derecho pleno de regresar por sus fueros.
Lo que queda claro es que no se aprovecharon de este asunto y se involucraron de lleno con la confección de un LP brillante e inspirado. Y cómo no, si está producido por Adam Schlesinger (de Fountains of Wayne), el genio de las melodías rutilantes. Hay algunos temas rescatados del pasado: la canción que da título al disco fue compuesta por Harry Nilsson, hay una versión decente al “I Wasn’t Born To Follow”, de Carole King y Gerry Goffin; otra al “Whatever’s Right”, de Tommy Boyce y Bobby Hart (necesario homenaje a dos pares de compositores de antiguos éxitos de los Monkees), y hasta Davy resucita por tres alucinantes minutos gracias al rescate de una vieja grabación de “Love to Love”, de Neil Diamond en plena lisergia fardona.
Pero lo realmente molón del disco son sus canciones nuevas, todas escritas por versados en pop vivaz. El primer adelanto del álbum, “She Makes Me Laugh”, escrita por Rivers Cuomo (Weezer) suena a lo mejor de dos mundos: la euforia dulce de los intérpretes y los coros hiperestésicos marca registrada del compositor. Es un hit mayúsculo.
Y qué decir de “You Bring The Summer”, escrita por Andy Partridge, que suena a una imposiblemente fina mezcla entre XTC y los Monkees. Pero no es todo: el caso se repite con “Me & Magdalena”, un prodigio firmado por Ben Gibbard (Death Cab For Cutie, The Postal Service) y en “Our Own World”, esa reivindicación para el adolescente dispar que siempre existirá, compuesta por Schlesinger.
Más calculada y con problemas de espontaneidad suena “Birth of an Accidental Hipster”, escrita por Paul Weller y Noel Gallagher; con todo, no desmerece y resulta un paseo indolente en plena efervescencia toxicómana por los sets de Head, el momento más demente de los Monkees en su historia que, miren, no se ha interrumpido.
La música de estos simios siempre fue refrescante como una soda en un día de esos en que hasta Celsius saldrían en pantaloncillos a la calle; como una goma de mascar de menta fresca cuando los sinsabores de la pinche vida quieren convencernos de que somos apenas nada; como una tarde de lluvia plácida en un verano cruel y bronco.
Hoy todavía lo son. El mundo ya cambió y en parte fue culpa de ellos, pero si este será su canto de cisne, se habrán ido con épica, sin Oldchella y con una idea clara: las canciones brillantes, los estribillos que el escucha quiere gritar desde el fondo de los pulmones y los ritmos que hacen bailar hasta en medio del peor atasco de tráfico son importantes. Mucho. Y si continuarán, ojalá que la idea perdure.
C/S.