ESTEBAN CISNEROS
Está haciéndose una buena costumbre recibir cada pocos meses material nuevo de Martin Newell.
El Wild Man of Wivenhoe –genio certificado pero poco reconocido, letrista increíble, jardinero psicodélico y autor de algunos de los discos más briosos y radiantes de todo el pop (a The Greatest Living Englishman, por ejemplo, habría que construirle un templo)– se ha mantenido ocupado entre pinta y pinta, poema y poema, ha escrito un montón de nuevas canciones que ahora conforman su disco número 15 con Cleaners of Venus: The Last Boy in the Locarno.
El disco, de por sí, es importante (letras elegiacas, tonadas de pub, pop de altura, melodías a lo Kinks, guitarras fulgentes) pero al ser el hasta ahora último párrafo de la imponente carrera de Newell, adquiere una trascendencia peculiar.
Martin Newell, alma de Cleaners of Venus, es para sus seguidores una figura ya comparable a Ray Davies (y si a Dylan ya le dieron un Nobel, ¿qué le impide a los suecos dárselo al líder de los Kinks?). Y es que, ¿qué no ha hecho Newell, ese inglés prototipico pero al mismo tiempo apátrida y paria?
Su historia es una nota al pie en el libro del canon del Pop, pero es de esas que explican un montón de cosas y dan sentido al pasar de las décadas: cantó con Plod, ese grupo de glam de mediados de los 70 que habría sido casi completamente omitido de la historia de no haber aparecido con una canción en aquella celebérrima recopilación de inicios del XXI, Velvet Tinmine (que rescataba a los pinchaúvas del glitter rock); luego lo hizo con Gypp, otro grupo oscurísimo que, en este caso, se ladeaba hacia territorios progresivos y que lo hizo en grande en Alemania y luego desapareció como baterista de Spinal Tap: de repente y sin dejar rastro.
Después militó brevemente con The Stray Trolleys, otro de esos grupos elusivos hasta para el más sagaz de los detectives salvajes. Ya comenzaban los años 80. Pero llegó al fin la vuelta de tuerca que cambiaría su historia: se unió a Lol Elliot y formó Cleaners of Venus, la entidad en la que por fin podría poner a jugar sus demonios, hilar sus historias (su familia, de militares, hablaba a la hora del té lo mismo del lejano oriente que de las provincias inglesas) y poner en marcha su Aparato Intuitivo Emocional De Hacer Canciones Pop Como En Los Sesenta™, obsesionado como estaba con los discos de los Beatles, los Kinks, los Monkees y el Piper at the Gates of Dawn.
Fue un proyecto sedicioso e indómito, marginal y romántico, que aprovechó el cassette como medio para escribir su propia historia lejos de las disqueras y los medios acostumbrados: hicieron su propia revolución en cinta, llegaron a la radio y se consolidaron como uno de esos hermosos grupos outsiders que tanto significan aún (o especialmente) hoy.
Cleaners of Venus ha sido su obra central, de la que sólo se ha desviado para hacer discos solistas increíbles con Andy Partridge, escribir poesía (y publicarla) y un libro autobiográfico (titulado This Little Ziggy, un pequeño homenaje a sus días glam).
Por eso The Last Boy in the Locarno, lanzado el 26 de septiembre de 2016 por el sello Soft Bodies, es un punto esencial en la carrera del bardo de Colchester, el pionero de la cultura del cassette, que pasó luego por el CD y que ahora confía en lo digital para porfiar sobre la importancia de la canción: es un acto de magia que implica las palabras correctas y los acordes lógicos.
Han pasado casi cuarenta años y el brillo sigue fascinante, el motín está aún en marcha y la certeza de un cosmos a color sigue intacta. Se nota en cada tema de The Last Boy…, comenzando por “The Crystals and Ronettes”, que sienta el tono del disco (un poco de melancolía, un mucho de euforia, todo sin despeinarse ni ensuciar el atavío) y recuerda héroes genuinos de un siglo que no termina por irse.
Hay bossa nova (“Gorgeous Day”, el primer adelanto del LP), folk (“English Pier”), doo-wop (“Eight O’Clock Angel”), canciones de amores pasados (“Pauline”, “You’re Looking Great!”), poesía pura (“Voodoo Watusi”, “Pearl of the Palais”), tonadas que rozan el abatimiento vital –vale el oxímoron esta vez– de Television Personalities (“My Life in Film”, “Time Star”) y baladas que perpetúan la tradición Davies-Kinks (“How the West Was Won”) de britishness, tristeza y risa, de pubs, orgullo de clase obrera y dandismo.
Martin Newell seguirá siendo una nota al pie en el libro del canon del Pop. Pero, por otro lado, podría ser una de esas figuras centrales de una nueva narrativa que la misma Historia pide a todo pulmón (y haciendo wo-oh, wo-oh, porque el millenial whoop no es más que un grito de auxilio).
The Last Boy in the Locarno es un gran punto de partida para revisar décadas y décadas de genialidad hecha a un lado por la hegemonía; Martin Newell es un gran punto de partida para replantearnos la importancia de la canción para una humanidad crispada.
C/S.