ESTEBAN CISNEROS
En su primera antología, el vate punk habla fuerte y claro.
Puta poesía
“Los amorosos callan, los amorosos esto, los amorosos aquello”. Qué pesadilla, carajo. Estoy sentado en una silla tan incómoda que mi trasero se convierte en un dado; tengo 12 o 13 años; la secundaria es un mundo horrible en el que hay que afilar dientes, garras y lengua para ganar las batallas; las palabras no sirven más que para defenderse, para insultar, para ser más listo que los demás.
Y, aquella tarde delirante, soy un espectador forzado en un concurso de recitación de poesía. Una alumna con un amplio, perverso y telenovelero sentido del histrionismo recita, sobre un escenario improvisado, eso de “los amorosos hacen” –o lo que sea que dice el poema– con una pasión fingida nauseabunda. Los profesores se desgañitan, la aclaman con aullidos y palmoteos, la señalan como ejemplo, caen rendidos como lo imbéciles que son. “¡Por eso la poesía es importante!” dice uno, llamado Silvestre; nuestro odio mutuo es implacable. “Los amorosos ríen, los amorosos maúllan” –o lo que sea que dice el poema– grita aún la chotacabras con falda a la rodilla. Y yo, en ese momento, tengo una de esas iluminaciones bobas, de esas que cambian la vida: detesto la poesía.
Me doy cuenta demasiado tarde, justo cuando Silvestre me coge el brazo con fuerza e ira (la cara púrpura y los ojos de bola-15 a punto de salirse de sus órbitas), que todo el auditorio me mira con asco porque he expresado mi repentina epifanía con una sonora trompetilla.
Que siempre sí
Una sonora trompetilla es la respuesta de Sonia al trabajo que acabo de entregarle. Es un texto malhechón, mediocre, repleto de argumentos imbéciles y huevones sobre algún libro que no leí pero igual reporté. Jodido trampas. Ya han pasado un par de años desde el episodio de “los amorosos” y ya estoy más tranquilo: he cambiado de ambiente y de gente y se supone que trabajo en mejorar mi actitud desdeñosa hacia todo. Está claro que no lo he logrado. Por suerte, Sonia, mi nueva maestra de literatura en este nuevo lugar, me pone en mi sitio.
Un par de días más tarde, yo me pongo la soga al cuello sin querer. Tras leer una reseña más que entusiasta sobre un disco, lo busco (¡y lo encuentro!) en mi tienda local de música. Es un álbum ya entrado en años, un “clásico”, y eso me atrae. Lo escucho con atención por varios días y lo que en principio me parece música lenta e insípida comienza a engatusarme de a poco. A la semana ya me sé el disco al derecho y al revés e incluso fuerzo alguna vivencia lechuguina para hacer más mías las canciones –como si funcionase así, tarado. Algunas letras me gustan tanto que las anoto, doodles de horas aburridas, en mi cuaderno: el de literatura, el de la clase de Sonia. Quien, después de revisar un trabajo, da con ellas y, de nuevo, trompetilla. Sólo que esta vez no es de conclusión, sino de comienzo de discusión: “¿No que odiabas la poesía? ¡Trolero!” Se ríe, triunfante; aprieta la soga, ahorca. “Eso es poesía y esto también”, me dice al sacar un libro del bolsillo y exclamar, imperativa pero benévola: “léelo ya.” Lo hago. Paso la tarde con la nariz hundida entre hojas gualdas llenas de palabras escritas por, sí, uno de esos poetas anglosajones que son celebridad cool del XX. Una gozada, ¿no? Al día siguiente no tengo clase con Sonia, así que aprovecho para copiar dos o tres poemas en el infame cuaderno.
Espera, ¿qué clase de bujarronada es esta? Yo detesto la poesía. Yo me pitorreo de ella. “Los amorosos y el culo del sapo” y todo ese jazz. ¡Yo no soy este! ¡Yo…! Yo…
Carajo. Caí.
Pero a lo que íbamos…
Este texto debería hablar de John Cooper Clarke. Pero, como siempre, he hecho un poco de trampa. Hay que hablar de John Cooper Clarke porque su Anthologia, una excelsa recopilación de su trabajo en tres discos compactos (más un DVD en la edición especial), ya puede ser intercambiada por billetes en su tienda de música de confianza (si dicho establecimiento no tiene este compilado, no debería ser de su confianza). Y cuando se habla de Cooper Clarke se habla de poesía. Porque –lógica exultante, qué listo soy– se trata del Bardo de Salford, el poeta wokandwoe, el inglés que en el aire las compone y a los chicos y chicas inconformes enamora.
Como los buenos poetas, suele hablar con autoridad sobre cualquier tema al hacerlo emocionante. Como los buenos poetas, convence hasta al escéptico cuando lo agarra con la guardia baja. Como los buenos poetas, sabe cuando alguien se descuidó y aporrea con esa arma que, en mis tiempos, había que afilar para ganar batallas: la lengua, la palabra, el decirlo primero o decirlo mejor.
Pero digo poeta con una convicción rara. Bien se sabe que los hombres de palabras de hoy son bardos, sí; son vates, también; son trovadores, aedos, rapsodas, cómo no; pero también son comediantes stand-up, pregoneros desquiciados por el humo y el tráfico o las fábricas y el dinero o las horas y los tiempos o el caballo y la grifa y la farlopa o la birra y el morapio y los espíritus, lúcidas estrellas pop con gafas de sol, punks sin cresta o parka que ven lo que los demás no quieren ver y dicen lo que a los demás asusta decir. Algo así.
O al menos así es John Cooper Clarke, esa nota al pie en la historia del pop-después-del-punk, esa influencia definitiva (aunque pocas veces admitida) en la nueva ola, en Madchester, en el britpop, en el indie changoartiquero de los noughties. Hay que hablar de Cooper Clarke porque la poesía puede ser importante, puede estar llena de humor, de mordacidad, de crítica hermosa y necesaria; puede ser el antídoto a la imbecilidad, al cinismo y a la indiferencia.
Pero, sobre todo, hay que escuchar a John Cooper Clarke y la chance ya llegó para abolir pretextos. Anthologia es una recopilación cuidadísima de horas y horas de grabaciones de Cooper Clark recitando sobre la vida suburbana, las drogas, Inglaterra y sus ciudades costeras, la música, el sexo, la política, la carretera, los monstruos, los humanos, el trabajo, las ciudades, la enfermedad, la estupidez, la violencia, el siglo XX, la policía, los libros, a veces incluso todo junto usando sólo palabras que comienzan con P. La música corre a cargo de Martin Hannett y las Invisible Girls, un grupo formado por –así, nomás– la mancunian royalty: Pete Shelley, Steve Hopkins, Paul Burgess, además de Bill Nelson (de Be-Bop Deluxe, de Yorkshire). Si esto no es incentivo suficiente para hacerse de una copia de Anthologia, ¿qué lo es?
La recopilación, sin embargo, no es puro gozo y bailongo. Cada track exige concentración y un oído vivo, la sesera dispuesta y silencio (un par de potingues tampoco perjudican la experiencia). Como los buenos discos y libros –como los buenos poemas– requiere de tiempo y dedicación y convivencia. Exige escucharlo. Y sí, son horas y horas. Hay que darle varias vueltas, regresar el track al principio, intentar captar de nuevo ese chiste. Reír. No me pondré a transcribir citas citables, geniales o inspiradoras aquí. Ocuparía demasiado espacio que, además, ya le robé con arrogancia a Cooper Clarke con mis anecdotillas. Pero sí debo dejar una liga para que las palabras del vate punk queden, también, volcadas en este texto.
“¡Por eso la poesía es importante!” escucho chillar a Silvestre en mi cabeza (y sólo ahí: por suerte ya nunca volví a encontrármelo). “¿No que odiabas la poesía? ¡Trolero!”, resuena la risa de Sonia en las paredes de mi cráneo. Sí lo es, le respondo al primero, a pesar de todo; ojalá hubiera podido presentarte a Cooper Clarke, le digo mental y fantasiosamente a la segunda, aunque seguro ya lo conocía. Así la vida.
No escucho trompetillas al final de este texto. Qué bien.
Aunque tal vez faltan. Ahí va, pero le toca a usted, lector: Anthologia es como los cassettes de Paco Stanley (inserte trompetillas). Pero justo al revés (inserte suspiro de alivio).
C/S.
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