JOSÉ A. RUEDA
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Se llama Nacho, es cantautor y desciende del primer indie español de los noventa. Con estos datos, es imposible no asociarlo con su tocayo Vegas o con otros poetas solitarios de su generación: Julio de la Rosa, Francisco Nixon, Sr Chinarro, El Hijo…
Sin embargo, Umbert se asemeja a letristas menos “hipsters” de estos lares, como Albert Pla, Javier Krahe, Julio Bustamante e incluso Vainica Doble, con las que coincide, sobre todo, en su manera de contar historias, sin cortapisas, dejando a un lado el pudor e inyectando fuertes dosis de sarcasmo.
Una vez que el barcelonés da rienda suelta a la poesía, los esquemas del pop se hacen añicos. Cuando Nacho libera el fuego, la música arde con sus palabras y no al revés. Aquí replanteamos el dicho aquel que asegura como buenas de verdad las canciones que solo se tocan con una guitarra. Y es cierto que, pese a los arreglos exquisitos en la producción de Raül Fernández Miró (Refree), el cancionero del catalán se bastaría con un taburete y una acústica como atrezo.
Nacho Umbert reconoce sus influencias en una larga lista de “cowboys tristes”. Nombres sin apellidos entre los que adivinamos compositores de ayer (Lou Reed, Bob Dylan, Leonard Cohen) y de hoy (Bill Callahan, Bonnie “Prince” Billy, Sufjan Stevens). Dudamos quién es Kurt (¿Vile o Wagner?), nos agrada ver a dos “cowgirls” (PJ Harvey y Joanna Serrat) y aparecen referentes de la canción en catalán (Joan Miquel Oliver, ex-Antònia Font, y su productor, Raül Refree), aunque no sea la lengua dominante en su repertorio (una sola canción, “El mort i el degollat”, en tres discos).
La brisa mediterránea se cuela entre los versos de Nacho Umbert y, junto al costumbrismo urbano, marcan el devenir de unas canciones libres, empapadas de folk anglosajón pero chorreantes de lirismo en lenguas latinas (la bossa nova, la chanson). Versos gustosos de ser escuchados sobre un pequeño escenario en un bar donde el respetable guarda atento silencio.