ESTEBAN CISNEROS
FOTO: tommykeene.com
Estas letras van sobre Tommy Keene, quien hacía canciones.
Sobre Tommy Keene, corrijo, quien hacía canciones excelsas. Y no, no es un juicio subjetivo, es un hecho. Porque hay canciones perfectas como hay escultura perfecta. Porque darle forma de emoción y melodía a la electricidad es un trabajo complejo que exige arte y artesanía, de experiencia y candidez en dosis casi iguales, de intenso trabajo insomne pero también de levedad para separarse de la solemnidad. De algo abstracto que llamamos genio.
Ponga usted a girar un disco de Tommy Keene y se encontrará, siempre, varias de esas canciones.
Keene, orate con guitarra y parte de esa cachillada a la que también pertenecen los Posies, los Replacements, Guided By Voices y Matthew Sweet, tiene una biografía que raya en lo zafio (y es parte fundamental de su gallardía). Nació en Illinois y se crió en Bethesda –casa amable, en hebreo–, Maryland, y se enamoró en su infancia del rock and roll de los Beatles y los Byrds.
Adolescente, formó parte de varios grupos de guitarras en la zona de Washington, de esos que eran casi un rito de iniciación tocando canciones propias que en realidad eran rehechuras de viejas canciones de los Beach Boys y los Stones. Con The Razz [https://www.youtube.com/watch?v=tytmfi5H1D0] tuvo su primera probada del éxito. Era 1978.
Debutó como solista en 1982 con Strange Alliance, donde ya muestra su gigantesca capacidad para construir tonadas infecciosas enmarcadas con guitarras eléctricas prístinas y brillantes; su oficio se perfeccionó como Places That Are Gone, dos años después, que le valió ser firmado por Geffen.
Songs From The Film, producido por Geoff Emerick y tal vez su álbum definitivo, salió en ese sello en 1986 con la misión (exitosa) de invadir la MTV y las listas. El college rock había abierto las puertas de nuevo a la música de guitarras –que, tranquilos, siempre regresa– y Tommy Keene era como un profeta pop que contaba historias, daba cátedra de melodía y exudaba maestría instrumental.
Siguió Based on Happy Times, segundo disco en Geffen, en 1989; los tiempos no eran tan felices como en el título y como un anuncio de la música venidera, las guitarras se hicieron más densas y las letras más lóbregas. Tommy Keene pudo haberse detenido aquí y haber cabido en cualquier almanaque. Pero no: ya sin todos los reflectores encima siguió lanzando discos con sellos más pequeños (Matador, Parasol, Spinart, Not Lame), como músico de apoyo en proyectos amigos (Paul Westerberg, Velvet Crush, Ascended Masters, Boston Spaceships) y aprobando recopilaciones de su música, que nunca de dejó de sonar en las bocinas de los obsesos del power pop, la new wave y el pop de guitarras.
Tommy Keene acababa de terminar una gira cuando murió a los 59 años, en casa, pacífica pero inesperadamente, el pasado 22 de noviembre de 2017. La noticia fue una fea sorpresa. Ric Menck, baterista en Velvet Crush y quien le acompañó en estos últimos conciertos, le rindió tributo publicando algunas de las listas que Keene seguía haciendo en libretas, como adolescente: sus grupos favoritos, sus discos favoritos, los nombres más bonitos de grupos.
Tommy Keene es uno de esos nombres con los que se escribe una historia lateral del pop, de un canon alternativo; una historiografía que, lejos de ser estática o revisionista, parte del asombro por los seres en la sombra, los héroes locales o las carreras con altibajos en popularidad pero nunca en calidad, los trabajadores de la canción que lejos de la santificación rock se pusieron manos a la obra e hicieron posible –entre influencia y colaboración– un montón de nueva música vital. Una historia necesaria.
Tommy Keene hacía canciones. Pero insisto: hacía canciones excelsas. Y no, no es un juicio subjetivo, es un hecho.
Hasta siempre, Tommy Keene. Another place gone.
C/S.