EMILIO REVOLVER
FOTO: BRENDA SALAZAR / JEBUS RODRÍGUEZ
Hace unos días, en el marco del festival de cine Distrital, Lydia Lunch pisó tierras mexicanas para homenajear a la mítica banda de synth punk Suicide, con el también músico y documentalista Marc Hurtado.
Mientras se proyectaba el documental del propio Hurtado sobre Alan Vega (voz de Suicide), en el pequeño escenario del Cine Tonalá, Lydia y Marc emulaban el sonido transgresor de la banda de culto de los setenta, generando una atmósfera de tensión que parecía no caber en un recinto de estas características.
Los asientos se sentían cómodos para una de las noches más heladas del año, pero insuficientes para el bombardeo de luces que caía sobre los ojos e incluso innecesarios para reproducir en los propios cuerpos el beat penetrante de los bajos sintéticos y las voces de electro shock.
Lydia Lunch es parte seminal de la llamada generación “no wave” de Nueva York. Junto a ella y sus colaboraciones fueron madurando proyectos de la reputación de Nick Cave and The Bad Seeds o Sonic Youth. Fue la imagen de Teenage Jesus and The Jerks, antologados por el visionario Brian Eno en su No New York, compilación de las búsquedas de una escena que, de la mano del entonces joven punk, brincó las barreras del pop y destruyó las estructuras; que hizo del ruido su forma de exploración sonora y de la improvisación y el spoken word las pautas a seguir. El “no wave” deja una enorme estela abierta para la creación de música, lo que convierte a Lydia en un icono de las épocas más salvajes del pop rock.
En el escenario veíamos a una mujer de más de 50 años, cuyos ardientes ojos azules parecían atacar a la audiencia mientras se golpeaba las piernas y la ingle al interpretar “Your country is insane! My country is insane!”, en una fusión de canto, improvisación, texto, poesía y gesto gutural.
El público apenas se movía, amarrado en su asiento y paralizado por el estruendo de las luces y el calor de los beats. Finalmente la noche, siempre más insondable y extraña que la música, acabó por tragarse el espectáculo, haciendo cortos de luz que hicieron a Lydia seguir dos veces en plena oscuridad y sin apoyo de micrófono.
Así como entró, se fue sin despedirse, sin palabras en español, sin saludos ni sobradas ceremonias, como un cortocircuito en la cotidianidad. Una velada de estruendo e inmersiones es lo que dejó el show, que una vez concluido queda como el olor de un cerillo recién apagado entre los dedos, como la tierra húmeda en las manos o como cuando tus sueños desfilan frente a ti como si fueran recuerdos.