ESTEBAN CISNEROS
I
Escribámoslo en un bar en Tel Aviv, en el área de Allenby. Es un artista alienado de todo y de todos, como un personaje de Jim Jarmusch o de Aki Kaurismäki. Va de traje con corbata estrecha y cabello a lo Eddie Cochran. Fuma y bebe una pinta de Nesher tras otra. Se sube a un escenario polvoso con una guitarra que zumba electricidad y crudeza.
Ya son 50 años después de los 50, ya es un siglo nuevo, pero no quiere darse por enterado. Y el ruido que hace (sin hipérbole ni retórica: esto es ruido y no puede llamarse de otro modo) está fuera del aquí y el ahora: el feedback es volátil y esa melancolía es pretérita. Se llama Charlie Megira y es un genio.
II
Escribámoslo en Berlín, a donde al final se mudó. Dibujémoslo desorientado porque el mundo ya no produce ni escucha discos de calypso y mambo como los que él tiene en la cabeza todo el tiempo, porque en las calles dicen que el rock está muerto, porque ir con su pinta por la calle da risa a los estúpidos: el cinismo ha triunfado.
Y Charlie Megira, que se tutea con la angustia y con la ira, sabe armar un escándalo. Y lo hace. Es un estruendo furioso pero contenido que escupe en lamentos de crooner maldito y pellizcos a las cuerdas de su guitarra para que griten de pura congoja.
Entre el “Summertime Blues” de Cochran y esto hay apenas unos pasitos de distancia. Lo que pasa es que ahora todo es más caradura e imbécil y hay que tocar más fuerte, más rápido, con más fuerza.
III
Escribámoslo creciendo en el valle de Bet Sh’ean, entre la historia y la locura. Escuchando discos viejos y armándose su propio y privado mundo orate. Estudiando, obsesionado, sus propias escrituras para su credo particular. Convirtiéndose en Charlie Megira, el otro yo de Gabi Abudraham, con ansias de conquistar el mundo y hacerlo en nombre del viejo rock’n’roll.
“Ahala! Sababa!” grita sin poderlo evitar, como si algo más allá le dictara que se moviera, como una revelación divina. “Ahala! Sababa!” Be-bop-a-lula. Awopbopaloobop alopbamboom!
IV
Escribámoslo grabando, sin pudor, cualquier estridencia que pudiese salir de una guitarra: sucio rockabilly, grasoso surf, audaz punk, espeso noise, rijoso garaje rawk, afilado art-rock, ácidos calipsos y lóbregas baladas a lo Ricky Nelson, con capas y capas de sonido en baja fidelidad.
La distorsión no es artificio sino consecuencia de la expresión y del ansia; el ruido es parte esencial de la estética y la retórica de Charlie Megira.
V
Escribámoslo, para que no lo borre la entropía. Escribámoslo vivo y haciendo música espléndida, aunque haya muerto el 9 de noviembre de 2016 (otra de las grandes pérdidas de ese año) en su apartamento en Berlín. Escribamos a Charlie Megira porque tocaba la guitarra como pocos, porque vivió para la música, porque fue un inconforme. Más como él, por favor.