CARLOS CELIS
Total que tengo este amigo que es 20 años menor que yo. Nos vemos frecuentemente porque, dice él, los amigos de su edad no tienen dinero para ir a conciertos tan seguido y, digo yo, los amigos de mi edad no tienen idea de ninguna de las bandas que escucho.
El otro día me preguntó si existía alguna película famosa que tratara sobre los raves y le dije que ninguna que sea popular. Le mencioné 24 Hour Party People como una película “seria” que todos conocemos, aunque los raves solo son parte de la época que retrata y en realidad cuenta la historia de cómo surgió toda una escena musical en Inglaterra, empezando por el rock.
Hoy quiero contarles una historia ligera y tal vez algo sobre el rock mexicano pueda ser divertido. Esto para que sepan que también tengo historias ligeras qué contar. Aunque pienso que las historias duras son las más interesantes y las que todos queremos conocer porque aprendemos más. Por supuesto que otros periodistas podrían contarles mil anécdotas, incluso desde dentro, pero creo que en el México en que nos tocó vivir ya nadie quiere leer algo del tipo “conozco famosos y son súper guuaauu”, que para eso todavía están las revistas de música y yo ya dejé esa etapa muy atrás.
Desde que llegué al Distrito Federal en 1990, la ciudad me recibió con un “chingas a tu madre”. Eso es lo primero que recuerdo de la Ciudad de México. Me acerqué precisamente a un puesto de revistas de la calle, tomé una para revisar los contenidos y un hombre me dijo que las revistas no se podían leer. Yo lo miré a los ojos como si me hubiera dicho la cosa más inexplicable y fue cuando esas palabras salieron de su boca: “chingas a tu madre”. Si un chico de provincia no va a tomar eso como una advertencia del lugar al que está llegando, entonces no está aprendiendo nada.
Por aquellos días conocí lugares que desaparecerían después pero que dejarían su marca en la historia del rock mexicano, como Rockotitlán y el LUCC (La Última Carcajada de la Cumbancha). Siempre me llevé con gente grande y con niñas desmadrosas y por eso me dejaban entrar a lugares sin preguntar mi edad. Fuimos al LUCC porque vinieron varios amigos de provincia. Nos llevó el tío de uno de ellos y nos arreglamos como para una fiesta. Iban asustados porque en la entrada había punks y darks, con piercings y tatuajes, y de pronto alguien nos gritó: “¡¿Quién invitó a Magneto?!”
El primer año viví en una casona de la San Miguel Chapultepec que las dueñas rentaban por secciones. El lugar era tan conveniente que se convirtió en una especie de residencia estudiantil donde no solamente vivíamos estudiantes, sino una fauna de personajes muy coloridos. Por ejemplo, escritores, fotógrafos, aspirantes a actrices, strippers y hasta el ocasional pervertido sexual. Ahí también vivía Reyli, que después se volvería cantante. Y también Roco, el líder de La Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio. Por eso, desde que llegué a vivir ahí, le decía a mis amigos que yo vivía en La Maldita Vecindad.
Todos los días, regresando de la prepa pasaba por esta calle donde siempre jugaba el “Pirata”, un perro llamado así porque tenía una mancha negra en el ojo. En un muro alguien hizo una pinta que decía “La Maldita Vecindad y Los Hijos de Raúl Velasco” y me daba risa pensar en lo que Roco sentiría cada vez que la veía. El rock mexicano estaba recibiendo mucho apoyo del mainstream y a todas esas bandas, como Los Caifanes, Café Tacvba, Los Amantes de Lola y Santa Sabina los invitaban muy seguido a la televisión y escribían de ellos en Eres, la revista oficial.
Yo me hice amigo de Minerva, una chica más grande que vivía ahí y que estudiaba periodismo. Ella era amiga de todos los “bohemios” del edificio y, por supuesto, de Roco y de todos los rockeros que iban a visitarlo. Por eso platiqué con él algunas veces. Yo tenía 15 años y todo lo que Roco decía me parecía extraterrestre. Contaba historias del barrio, de injusticias, de policías y de diferencias sociales. Pero no me cuadraban porque yo lo escuchaba muy elocuente y lo veía muy tranquilo, viviendo cómodamente.
Minerva me prestó el cassette de El Circo porque yo había escuchado “Kumbala” en la radio. Lo único que tenía para escuchar música era uno de esos mini componentes marca Yorx con doble cassette y tornamesa, chafísima pero era mi máximo. Así que ponía “Kumbala” en una casetera, uno de mis vinilos de house en la torna y apretaba ambos botones para que se escucharan al mismo tiempo. El estéreo era tan chafa que se podía hacer eso y al mismo tiempo grabar el resultado en la segunda casetera. Así pasaba algunas tardes después de la escuela, tratando de hacer remixes de “Kumbala”.
Un día Minerva me dijo que un famoso tatuador iría al edificio a hacerles tatuajes a Roco y a sus amigos. Yo me emocioné porque quería hacerme uno y le pedí a Roco que por favor me avisara. Obviamente nunca pasó. Es decir, el tatuador sí fue pero a mí no me invitaron… obvio. La ingenuidad del provinciano, otra vez. Yo estaba súper emocionado creyendo que por fin iba a tener un tatuaje, pero igual no pensé que 15 años eran muy pocos en esa época. De todas formas, Roco ni me tomó en cuenta.
En tardes de ocio me gustaba subir a la azotea y grabar todo lo que mi Handycam alcanzara a ver, incluso espiar a los inquilinos de la vecindad de enfrente. En esa azotea había un montón de cacharros que las dueñas –un par de viejitas– acumulaban. Agarraba esas cosas y según yo construía “instalaciones”. Cierto día, nos avisaron que La Maldita iba a grabar su nuevo video de la canción “Pachuco” en toda la calle y en el edificio. Cuando por fin pude verlo en la televisión, ahí estaba todo: La vecindad, las viejitas, el “Pirata” y hasta una de mis instalaciones: un marco colgado de un arco, donde Roco salía brincando. Todavía me da gusto cuando me acuerdo.
Años después, cuando yo ya trabajaba en el periodismo musical, entrevisté a Roco. No le dije quién era y tampoco me reconoció. La banda estaba en un estudio produciendo Mostros, junto a Michael Brook, quien describió a La Maldita como un caos. Roco respondía a mis preguntas como aquellas veces en el edificio de la San Miguel Chapultepec y seguía diciendo las mismas cosas extraterrestres. Aunque debo admitir que, tras varios años de vivir en esta ciudad, llegué a entenderlas mejor.
Pero les decía que estaba platicando con este amigo 20 años menor. Y de pronto me di cuenta que tenía un piercing nuevo que me llamó mucho la atención. Le dije: “¿de dónde sacaste eso? ¿lo viste en una revista?” Por la cara que puso, me detuve un momento, eché una carcajada y corregí: “¿de dónde sacaste eso? ¿de un Tumblr?”
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