ESTEBAN CISNEROS
Escribir de música. ¿Para qué? No sé, llevo años haciéndolo. Muchos. Desde que comencé a escuchar música con consciencia: pasaba tardes saltándome la tarea o sábados enteros, tirado en el piso mi cuarto, debajo de una casa de campaña hecha de sábanas, con una grabadora y mis cassettes.
Había muchos discos de vinilo en casa, pero para escucharlos había que ir al tocadiscos que estaba en la sala, aunque la situación duró poco: pronto se mudó a mi cuarto. Y luego llegó el reproductor de CD y el Walkman y escuchar era una actividad que se hacía acompañado de un cuaderno. Primero eran sólo dibujos, doodles, divagaciones. Luego, las letras. Historias. Trataba luego de describir los sonidos, pero siempre fui pésimo. Escribía solo para mí, pero acerca de lo que escuchaba.
Mucho (y cuando digo mucho es mucho) tiempo después comencé a escribir y a publicar, por una serie de eventos (¿des?)afortunados. Y de cuando en cuando debo preguntarme: escribir de música, ¿para qué? Tengo muchas respuestas. Pero ninguna es definitiva.
Desde la primera vez que escuché a Benjamin Clementine intenté escribir sobre él. Y, sobre todo, sobre su música. Lo primero es más fácil porque tiene una historia fascinante, lo suficiente como para admirarlo solo por ella. Es un maldito libro andante. Su música se entiende a la perfección al contar su historia, que ha sido repasada hasta el hartazgo, desmentida, luego vuelta a confirmar: de padres ghaneses, terminó vagabundeando y durmiendo en aceras después de una juventud inquieta y extraña (se hizo leyendo poesía en bibliotecas públicas), luego cantando en cafés y tugurios en París, para luego ser descubierto y llevado al estudio de grabación por un ejecutivo que tuvo su día de suerte. La historia soñada de cualquier músico, de cualquier maverick, de cualquier musicómano.
Pero lo segundo, escribir sobre su música, me ha costado sangre. Bueno, no, pero sí tiempo y pestañas y angustia. Lo hacía sonar, play, y cuaderno en mano me perdía y la hoja cuadriculada terminaba llena de garabatos. Si lo intentaba en la computadora, terminaba desviado a fotografías de expresionismo y archivos de Word con palabras inconexas: Edmonton ay global entrañas esquina doscientos estoicismo quécarajos brillantez. A Gerardo Anaya le encantaría, pero guácala, qué horror.
¿Qué escribir sobre Clementine? ¿Compararlo una vez más, inevitable, con Nina Simone o con Anthony Hegarty, a quien un día vio en la tele para después decidir que eso era lo que quería hacer? Pues, sí. Pero, ¿qué más? Es que, carajo, me pierdo, me emociona. Imagino que esto debían sentir las damiselas que escuchaban a Sinatra o a Aznavour; ese impulso primigenio de escuchar a Billie Holiday por primera vez, de concentrarse en una voz. No suelo hacerlo. Me gustan los cantantes que se hacen uno con la canción, que no exigen atención hacia su voz; el de Benjamin Clementine es un bramido gentil pero poderoso, una voz que es inevitable escuchar.
Y ahí me quedo, como cuando me quedaba inmóvil ante las versiones animadas de Winnie Pooh o El Viento en los Sauces cuando era pequeño. Hay un video que documenta aquello, hace añísimos, en la era del Betamax. Estoy yo, sin consciencia del mundo, con los ojos como malditos platos ante una pantalla. Ay, soy de esa generación, carajo, qué puedo hacer: inmóvil, pasmado, apazguatado por unos dibujitos que se mueven. Pero ahora con cada play a At Least For Now (Virgin EMI, 2015), su primer disco largo tras dos impresionantes EP (Cornerstone, de 2013 y Glorious You, de 2014); recuerdo esa sensación. Me siento como tal vez me sentía cuando mi padre tomó aquel video de su primogénito atónito. ¿Qué diría si me viese ahora absorto ante la música?
Como en aquellos sábados enteros de contemplación y escucha. Mi vida ha tenido mucho de eso. Tal vez me perdí mucha acción afuera, pero la tuve adentro. Supongo que se vale.
Benjamin Clementine es pura canción, en el sentido de la chanson de Francia, de la canción de campo de algodón, del himno religioso. Autodidacta, tiene pocas pretensiones popstar y se conduce más como un autor de teatro o un poeta. Chocante, claro. Pero ese es el punto, la anomalía, lo que tal vez me ha hecho salir de mi cuadro. Este tipo es clásico. Y, por tanto, moderno. Qué digo moderno: modernérrimo.
No diré que la música necesita más de esos porque no lo sé de cierto. Pero sí que necesita a uno en cada generación. Suerte que aquí está. Y a lo que vendrá.
C/S.
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