ESTEBAN CISNEROS
“Ahora que Bob Dylan será tendencia, muchos poetas
tendrán que hacer lo que nunca han hecho: comunicar algo”.
Bernardo Monroy
Bob Dylan ganó el Premio Nobel de Literatura de 2016. Y por mí está bien.
Merecido o no, es un galardón (arbitrario, tal vez, como suelen ser estas condecoraciones) que nos ha puesto a discutir, a escuchar, a reabrir libros, a intentar argumentar.
Si la polémica nos ayuda a ver las cosas desde distintos recovecos y estamos dispuestos a discernir, prestar oído y reconocer la validez de juicios ajenos, nos encontramos ante una exquisita oportunidad de crecer.
Porque nos importa la música, ¿no? Porque nos importan las cosas, porque creemos que la indiferencia es una lacra, que la ineptitud es un bache en el camino del que nadie se salva (pero del que siempre hay posibilidad de salida, si no ya de evasión) y que la razón no es estática ni el mundo inflexible.
Dylan, nacido Robert Zimmerman en Duluth en 1941, es un hombre de letras. Un artista. Una figura revolucionaria, se quiera admitir o no (yo mismo he renegado públicamente de él, por fortuna estábamos en un –exitoso– proceso de reconciliación en los últimos dos años), una referencia para millones de personas que han adaptado su obra para hacerla elocuente para su propia vida.
Es un trovador de la vieja escuela para el que las palabras importan mucho, tanto que puede torcerlas y jugar con ellas para intentar distintos efectos: para conmover, irritar, confundir, llamar a la unión o a la ruptura; también incluso para sólo intentar adaptar palabras a una melodía, pero Dylan proviene de una tradición folk en la que es importante decir cosas. Y además, decirlas de cierta manera.
¿Poesía? Sí, en este caso sí. Poesía en el sentido beat, que también seguía una tradición aunque parecía romperla: la práctica de contar historias escuchadas en el campo o en la calle hasta inventarse héroes cotidianos, de intentar mitigar el dolor del trabajo y de la opresión a partir del góspel y del blues, de perpetuar valores a través de fábulas y alegorías, pero experimentando en lo formal.
La Academia Sueca que concede el premio anual que lleva el nombre del inventor de la dinamita explicó que otorgaba el laurel a Zimmerman (quien usa desde los primeros años sesenta, según cuenta la leyenda, un seudónimo en honor a Dylan Thomas) por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana.
La palabra nuevas es importante, pero también lo es tradición: estamos ante un caso en el que se perpetua una forma (la canción) con nuevas intenciones no basadas en la vanguardia por sí misma sino en el contexto.
Dylan surgió del mundillo folk de Greenwich Village en un momento crispado en el que tal vez no era el mejor representante de su generación, pero sí el más carismático; esto hizo que adquiriese la confianza para decir cosas de maneras que parecían novedosas (y en ocasiones, muchas, lo eran) por ser directas, audaces y acordes con el espíritu de la época, uno que se ha idealizado con el tiempo pero que efectivamente marcó un antes y un después en la expresión artística, en los paradigmas comerciales y en la consolidación de nuevos y originales contextos para crear.
El tipo fue influencia directa en los rostros visibles del pop de los sesenta que moldeó sensibilidades y definió, para bien y para mal, la cultura popular occidental. Se dice fácil. Pero, sin discutir méritos sino logros, ¿quién más lo ha logrado? La lista es reducida.
También es un representante de una generación que ya se nos muere (y que se da cuenta de ello). En ese sentido, el Nobel de Literatura de este año es la legitimación de la canción como expresión cultural en un siglo en el que la música se ha convertido en accesorio– y esto debería importarnos a los que la música nos es primordial.
Esta es la generación que nos mostró que, tal vez en un nivel ideal, la canción (en su inmediatez) puede ser el medio perfecto para transmitir ideas, historias, imágenes y sensaciones de manera significativa.
Pecaré de ingenuo tal vez, pero la canción (y luego, por un momento breve, el disco) cumplió la posibilidad del arte democrático o que aspiraba a serlo; se aspiraba a la disolución de barreras imaginarias (razas, nacionalidades, ideologías) y aunque no se logró y hoy, que los baby-boomers están comenzando a ser un punto lejano en la línea del tiempo, parece un fracaso, sentó las bases para la posibilidad que hacen que hoy incluso siga habiendo chicas y chicos que empuñan guitarras para hablar de sus realidades. Eso también me parece importante.
La aceptación de la contracultura como parte de la cultura (lo cual, claro, anularía las intenciones de la primera aunque es una oportunidad para reiniciar un ciclo creativo) nos habla tal vez de la muerte de una generación, pero también de una nueva posibilidad. Los rijosos se han colado al establishment, ¿qué nos toca hacer ahora?
Hay otro modo valioso de ver este premio, según yo: es un toque de atención para la literatura, siempre tan pagada de sí misma, que se entiende como valiosa per se. Y no necesariamente, aunque tal vez huelga decirlo. ¿Está perdiéndose, con el Nobel a Dylan, la oportunidad de dar el premio a importantes literatos que, efectivamente, se dedican a golpear un teclado para plasmar ideas en libros? Sí. Pero también está aprovechándose la oportunidad de reivindicar la literatura como una cuestión oral y la poesía como un privilegio popular.
Las figuras retóricas no tendrían que ser de uso exclusivo de un jet set intelectual de ceja alzada; y si bien Dylan puede, para los más pedestres (entre los que me incluyo, y este ha sido uno de mis mayores motivos para dudar de él) sonar a pedantillo, es también un rostro visible de la cultura pop, masiva, omnipresente, de esa en la que no se requiere ser un iniciado para su consumo y disfrute.
Tal vez estoy rizando el rizo, pero considero que puede ser un toque importante de atención. El mismo Nobel puede ser cuestionable de muchas maneras (su historia está tan llena de decisiones incomprensibles como cualquier empresa humana), pero es un buen parámetro para saber dónde estamos como cultura.
¿Zapatero a tus zapatos? ¿Tendremos que darle Grammies a Murakami por su labor de difusión de jazz ahora? Creo que este es un argumento purista y que, si bien tiene su razón también tiene su grieta: las áreas de conocimiento y desarrollo humano son especializadas pero no excluyentes.
La ciencia y las humanidades son complementarias, lo mismo que el lenguaje y las matemáticas son amigos íntimos y no rivales. En Dylan hay literatura y negarlo es necio: la poesía tradicional de la métrica y la rima está ahí, lo mismo que la experimentación semántica, sintáctica y sonora; sus contenidos son relevantes e históricos; hace gala de un punto de vista personal que se convierte con facilidad en una cuestión universal.
Para mí (y por un tiempo me costó admitirlo, por fortuna ya no) poemas como A Simple Twist of Fate –tal vez inseparables de su melodía, como tal vez los textos de Darío Fo (descanse en paz) de su representación teatral– pueden cantarse voz en cuello o estudiarse en estiradas aulas académicas con la misma licitud.
La música (me consta) tiene el poder de convertirnos en mejores personas. También depende de nosotros, claro. Pero me gusta pensar este galardón controversial como una oportunidad para volver a darnos cuenta de ello. Y para discutir –hacerlo para aprender y crecer, no para imponer una opinión.
Es un gran pretexto para reabrir libros, para volver a escuchar discos, para dejar que la música vuelva al centro y no sea ruido de fondo en una oficina de un barrio gentrificado o ruido rosa en el multitasking nuestro de cada día.
C/S.