JOSÉ A. RUEDA
Hay subgéneros que aparecen y desaparecen. Marcan una época, explotan todas sus posibilidades y acaban yéndose por donde vinieron para, a lo mejor al cabo de los años, volver en forma de moda retro.
Y es ahí, en su regreso, cuando inmediatamente asociamos su sonido al de una década determinada. A los setenta, si se trata de psicodelia garagera; a los ochenta, si lo que escuchamos es synth-pop galvanizado; y a los noventa, cuando el ruido se alía con el entramado armónico en eso que conocemos como noise.
Considerar “noventero” el pop y el rock melódico y distorsionado viene acreditado por toda la escuela británico-irlandesa del shoegaze: My Bloody Valentine, The Jesus and Mary Chain, Slowdive o Ride, porque, aunque la mayoría se formaron en la década anterior, crecieron e influyeron principalmente en los noventa.
Si bien es cierto que muy pocos artistas anglosajones han continuado la estela de este sonido inconformista (tan solo los aludidos revivals nos ha traído propuestas más bien indolentes como las de The Pains Of Being Pure at Heart, Yuck o Veronica Falls), la repercusión del noise en España ha mantenido vivo el género desde su nacimiento hasta nuestros días.
Hagamos resumen: Primero, aquella gira llamada, precisamente, Noise Pop ’92 catapultó en aquel año a los padrinos del indie español (Los Planetas) y la carrera de David Rodríguez (actualmente con La Bien Querida). Durante el transcurso de la década, la nómina se ampliaría con grupos cantando en la lengua de Shakespeare (Automatics, El Inquilino Comunista), en la de Cervantes (Mercromina, La Habitación Roja) y hasta en idiomas inventados (Penélope Trip, que mezclaban frases inconexas en inglés macarrónico con tarareos de relleno).
Desde entonces hasta hoy, de entre las principales bandas de la escena underground del Estado español siempre ha habido representantes de la corriente atmosférica y envolvente (Manta Ray, Migala); la épica y existencial (Pumuky, McEnroe, Nudozurdo); la melódica y adolescente (los primeros Lori Meyers) y, por supuesto, la indómita y ruidista hasta hacer sangrar los oídos (Triángulo de Amor Bizarro).
Con todo esto, ¿no deberíamos considerar el noise (más rock, más pop, más shoegaze) como el genuino sonido indie español y no como un bien exclusivo de los años noventa?
De lleno en la década de los 2010, los barceloneses Odio París sostienen con firmeza esos ideales ruidosos y melódicos del noise planetario, pero con el fruto de la experiencia labrada por algunos de los grupos comentados durante el transcurso de los noventa y heredado por las nuevas generaciones desde los inicios del milenio.
De la hornada contemporánea, la madurez del noise y el shoegaze ibérico se palpa en la capacidad lírica de Leo Mateos al frente de Nudozurdo, en la disposición de las capas brumosas de McEnroe y en las travesuras al límite de la sordera de Triángulo de Amor Bizarro. Aunque lo de Odio París se emparienta mucho más con su verdadera quinta, la que forman junto a Grushenka, Cosmen Adelaida o Aurora.
En su homónimo debut Odio París (El Genio Equivocado, 2011) mostraron un talento que les chorreaba como el sudor en las camisetas de los deportistas. Tenían todo lo que exige el indie paradigmático: ambientes y distorsiones sobrealimentadas, reverberaciones interminables, referencias poéticas (adaptación de un texto de Pedro Casariego en “Cuando nadie pone un disco”) y, sobre todo, temazos a diestro y siniestro (“Uno de noviembre”, “Ahora sabes”, “Ya no existes” y “San Antonio”).
Sin embargo, la banda entró en un túnel de tres años sin pisar un escenario y cuatro sin publicar nada (a excepción de su aporte para el libro-disco De Viaje por Los Planetas, versionando al grupo granadino) hasta este recién salido Cenizas y Flores (Mushroom Pillow, 2016).
Abrillantadas las piezas, la máquina se ha reensamblado con mecanismos conocidos (baterías rebosantes, voces multiplicadas, guitarras nebulosas) y otros inauditos (el nuevo protagonismo de los teclados) para juntos manufacturar un álbum espléndido, con unos repuntes de épica más cercanos a los de la música clásica que a los del rock melancólico, y con las conexiones estilísticas desplazadas desde los Stone Roses y Ride hasta Beach House y Deerhunter.
En tal salto cualitativo no se pierde el sello propio de Odio París (“En junio”, “Camposanto”), pero se adhieren ramalazos madchester (“Geometría coaxial”, “Cuando despierte tu cabeza”) y modernidad sintetizada (“El último deshielo”, “Voy a salir”), dejando una placentera sensación por la que ha merecido muchísimo la pena esperar tanto tiempo.