CARLOS CELIS
La música también es Magia. O dicho de otra forma: es un acto de Fe, porque decides creer en algo que no puedes ver. ¿Cuántos de nosotros le hemos atribuido a la música propiedades curativas? Millones de personas, en algún momento de nuestras vidas, hemos volteado hacia la música en busca de compañía, de alegrías y hasta de respuestas. Pero, ¿por qué?
La música es una energía creadora y aunque ya no se acostumbra tanto profundizar sobre ella, en los libros encontramos que todos los grandes filósofos y muchos de los músicos académicos más venerados, desde Claude Debussy hasta John Cage, siempre se han referido a ella como algo inexplicable, misterioso y hasta divino. Explican el Don de la Música como una fuerza de la naturaleza, y en ese sentido la música no le pertenece a los músicos, le pertenece a la naturaleza y por extensión a todos nosotros.
Hubo días en mi adolescencia en que no la pasé nada bien, un sentimiento con el que muchos se pueden identificar. Pero me recuerdo corriendo por los pasillos del Claustro de Sor Juana junto a Alejandra y Raquel mientras cantábamos “Estrechez de Corazón” de Los Prisioneros a todo pulmón. Eso nos ponía eufóricos. Cuando Jorge González, el líder de aquella banda chilena, lanzó su primer álbum solista, en todas partes sonaba la canción de “Fe”: Escúchame una vez, lo que voy a contar. ¿Sabes? ¡Que vuelvo a tener Fe! Y empiezo a sanar… Compré el cassette inmediatamente.
Venían las letras y me aprendí todas las canciones. Es un álbum excelente producido por Gustavo Santaolalla y como suele ocurrir con muchos de los mejores álbumes, no le fue nada bien comercialmente. Pero ese y Corazones fueron los que me acompañaron en algunos de mis peores momentos. Una vez hasta le escribí una carta larguísima a Jorge porque el cassette tenía una dirección y pensé en mandársela, pero no me atreví. Era muy personal, estaría buscando una respuesta de algo que ni yo sabía. La guardé por años pensando que tal vez un día se la entregaría personalmente.
Los días dentro de aquel edificio antiguo del Centro Histórico transcurrían como si este tuviera su propio tiempo. Fue ahí donde conocimos a Rosamara, una mujer a la que le gustaba ir al Claustro a leer, pero como todos estábamos fascinados con ella, tan pronto llegaba ya estaba rodeada de estudiantes. Era una mujer de cierta edad que siempre vestía de negro, con faldas largas, y que tenía el porte de una María Félix. Era culta y muy carismática. A todos nos gustaba platicar con ella. ¿De qué? ¡Quién sabe! De todo y nada. Pero nos encantaba estar ahí.
Empecé a trabajar en el periodismo cuando todavía no terminaba la escuela y lo hice más por las circunstancias que por gusto. Fui un adolescente al que le gustaban las cosas buenas, empezando por los discos. Yo ya escribía cuentos desde niño y como siempre me gustó la música pensé que podía escribir de eso para ganar unos pesos. Siendo absolutamente sincero, muchas veces me sentí tremendamente infeliz cuando veía cómo este medio me alejaba cada vez más de mis propias aspiraciones creativas.
Tal vez ahora suena frívolo, pero ya les he dicho a quienes leen estas Crónicas que deben recordar que eran otros tiempos y tomar en cuenta que los protagonistas de estas anécdotas también fueron niños y no siempre fueron tan seguros de sí mismos, ni sabían si sus sueños se iban a cumplir. En los comentarios alguien dijo “La pérdida de la inocencia en historias de los noventa”, y sí. Hubo quienes recientemente criticaron la anécdota de Kabah por considerarlos demasiado pop, o tal vez demasiado privilegiados, no sé. Olvidan que no siempre fueron así.
Por aquellos días vivía en la Colonia Condesa, aquí en la Ciudad de México, y cuando el insomnio no me dejaba dormir me salía a caminar. A veces pasaba por afuera de La Panadería cuando aquella galería de arte, que terminó por convertirse en referente cultural, apenas empezaba como experimento de gente muy joven. Eran las primeras exposiciones de artistas como Miguel Calderón y Gabriel Orozco, y fiestas legendarias de donde surgieron Las Ultrasónicas y Titán. Pero yo solamente me asomaba a saludar a algún conocido y me iba porque no podía divertirme. Me sentía atormentado.
Puede pasar, que quieras tirar la toalla incluso antes de que todo empiece. Y así me sentía yo. Hasta que un día me reencontré con Rosamara. Habían pasado unos años que no me paraba por el Claustro, pero ella dejó de ir mucho antes. Nunca supe por qué, de todos los lugares, reapareció ese día en la Condesa en una fonda donde yo desayunaba. Era un muy mal día y me dio mucho gusto verla, aunque ya no era la misma, estaba algo cambiada.
Me escuchó hablar mucho rato. No sé qué le habré contado pero en un momento me dijo “¿Vas a ir a lo de Jodorowsky?” La única referencia que yo tenía de Alejandro Jodorowsky era que hacía cine y teatro. No había visto todos sus clásicos pero me fascinaba Santa Sangre, y también alcancé a ver un montaje de El Juego que Todos Jugamos porque duró muchos años en cartelera. Aun así no entendí por qué Rosamara me pidió que fuera a escuchar una plática esa tarde a la UNAM.
Decidí hacerle caso porque no tenía nada qué hacer y dijo que ella estaría ahí, aunque nunca la vi. La plática no tenía nada que ver con cine, era sobre “psicomagia”, algo de lo que entonces yo no tenía ni idea, pero que luego supe que era parte de la evolución de este artista chileno. Mi situación se prestó para que Jodorowsky tuviera toda mi atención. Fue raro, como si cada cosa que dijera me la estuviera diciendo a mí. Pronto me di cuenta de que todos en aquel auditorio sentíamos algo parecido. Vaya experiencia escuchar la explicación de la psicomagia y sentir que todos estábamos conectados. Pensaba en algo y Jodorowsky empezaba a hablar de eso, o me surgía alguna pregunta y alguien más se la hacía en ese preciso momento.
Cuando la conferencia terminó, me sentí muy conmovido. No recuerdo ni qué se dijo, pero sentí la urgencia de acercarme a hablar con él. Lo esperé afuera del auditorio hasta que sus fans lo dejaron solo. Incluso hoy no podría hacer una descripción justa de ese momento, no lo voy a intentar. Pero así como recuerdo el rostro de Rosamara mientras yo le hablaba, recuerdo también el de Jodorowsky escuchándome. Debieron verme muy mal. Muchas veces he querido compartir lo que Jodorowsky me dijo aquel día, porque me cambió la vida. Pero no puedo y he llegado a la conclusión de que fue un regalo muy personal. Lo que sí puedo decir es que a veces la honestidad es lo único que necesitamos.
Y la historia apenas comenzaba. Llegaron ofertas de trabajo y luego, como ya les he contado, llegué a Televisa. Me di cuenta, a tiempo, de que no debía seguir renegando de mi “suerte” y aunque esto no era lo que yo siempre quise, era un privilegio enorme. Así fue como, convertido en periodista musical, viajé a San Antonio a entrevistar a Marilyn Manson en la época de Holy Wood (In the Shadow of the Valley of Death), que casualmente fue cuando se volvió amigo de Jodorowsky, quien años más tarde sirvió como “sacerdote” de su boda con Dita Von Teese.
No, Jodorowsky no estaba en el concierto… o al menos no físicamente. Pero lo que más recuerdo de aquella presentación es haber experimentado un sentimiento ya conocido. Esa extraña conexión con la gente, pero ahora a través de la música y de aquel espectáculo, que solo había sentido en otra ocasión. Nadie tuvo que explicármelo, es más, ni se lo pregunté a Manson cuando pasé a entrevistarlo. Y aunque sí le pregunté sobre su amistad con Jodorowsky, preferí no hablar de la psicomagia.
En lugar de eso, le entregué un regalo. Antes de salir de México había grabado un VHS con el programa que Eugenio Derbez hizo del personaje de Marilyn Menson, inspirado en él. Fue un especial de una hora donde actuaban algunos músicos de rock o mandaban saludos a “Menson”. Fue una suerte que repitieran ese programa y pudiera grabarlo. Hay periodistas que acostumbran llevar regalos a los artistas, pero casi siempre les llevan Tequila o alguna cosa típica mexicana. A mí se me metió en la cabeza llevarle ese programa y se me hizo.
Le pregunté si sus amigos lo llamaban Marilyn o le decían Manson y me contestó que lo llamaban por su nombre, “Me dicen Brian, puedes llamarme así”. Contrario a lo que muchos imaginan, es la persona famosa más ligera y más sencilla que me ha tocado conocer. Me preguntó qué había en el VHS y le expliqué. Nunca supe si pudo verlo. En esos días solo los mexicanos sabíamos quién era Derbez, pero le dio gusto saber que aquí tenía fans así.
Por si se quedaron con la duda. Años después, Jorge González dejó Chile y vino a vivir a la Ciudad de México, a la Condesa, en mi misma calle. Cuando yo iba de compras al 7 Eleven casi siempre lo encontraba ahí con su pequeño hijo, pero nunca pasamos de una sonrisa de cortesía, como cualquier vecino. Hasta hoy conservo la carta que le escribí, escondida en algún lugar. Pero fue reconfortante ya no sentir esa urgencia por obtener una respuesta. La había conseguido, y me la dio un paisano suyo.
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