CARLOS CELIS
Lust For Life no es el álbum perfectamente redondo al que Lana Del Rey nos tiene acostumbrados. Apunta en todas direcciones y sónicamente nunca se decide por la historia que quiere contar. Si a primera impresión parece no tener ni pies ni cabeza, es porque no los tiene. Pero es un álbum de letras. Y de rompimiento y búsqueda.
Muchos de los que nos reconocemos como admiradores de Lana Del Rey, sin llegar a llamarnos fans, hemos pasado estos años esperando que haga dos cosas: un álbum que retome la línea de Born To Die, o algo más ecléctico que escape totalmente de su estilo.
En cambio hemos recibido, álbum tras álbum, las mismas composiciones melancólicas que la convirtieron en la mujer que más ha dividido al público en la historia reciente de la música. Pero ese título es un honor, comparable con las cicatrices de guerra de los soldados.
Lana Del Rey ha demostrado, a base de pura reiteración, que sí hay talento donde muchos dijeron que no lo había, y que eso que hoy reconocemos como su estilo sigue vendiendo millones de discos alrededor del mundo. Mientras lees estas líneas, Lust For Life gana en las listas de popularidad de diversos países.
Pero hay que decir que este logro no se debe enteramente a su talento, sino a las legiones de fans que la apoyan incondicionalmente. Que esos fans elijan comprar la música de alguien que, para variar, tiene talento, eso sí se lo debe enteramente a su constancia y a tratar de construir un mejor álbum con cada lanzamiento.
Hay que imaginar a Lana Del Rey como prisionera de su propio éxito. Lust For Life está lleno de concesiones y esto provoca que el álbum tropiece cada tres canciones y se vuelva a levantar: hay algo para los fans, algo para los críticos, algo para la disquera, algo para el mainstream y al final, también queda algo para la artista.
A Lana Del Rey le gustan sus álbumes largos, lo bueno es que a sus seguidores también. Es bien sabido que es una prolífica escritora de canciones, pero tal vez ya debería intentar dejar algunas fuera. Hay temas que se sienten como relleno tan pronto como la tercera canción (“13 Beaches”, “White Mustang”) y luego otros que suenan como el resultado de una larga sesión de jamming (“In My Feelings”), donde al calor de la bohemia y de un buen tinto podrían parecer temazos, pero que solo se quedan en la buena intención.
Un capítulo del álbum recurre a estilos y sonidos que, canción tras canción, van remitiendo a distintas épocas del rock, quizá más de lo que Lana haya intentado antes y también más intencionalmente. Los entusiastas de la trivia musical habrán notado lo intrigante que fue que haya titulado su álbum como una de las canciones más famosas de Iggy Pop, también recordarán que estuvo en pláticas para colaborar con Lou Reed antes que él muriera.
Entonces se darán cuenta enseguida de las muchas referencias a Woodstock y la heroína, las evocaciones de Neil Young y Elton John, y como si eso no fuera suficiente, el álbum se pone “literal” cuando aparecen invitados como Stevie Nicks, de Fleetwood Mac (“Beautiful People Beautiful Problems”) y Sean Ono Lennon (el hijo de John y Yoko, nada menos) con quien canta “Tomorrow Never Came” como un mantra para salir de un flashback de LSD donde The Beatles y Bowie suenan en repetición.
Pero eso tampoco es lo mejor del disco. Hay demasiado de dónde escoger y cada quien encontrará su parte favorita. Está por ejemplo la cuenta ahora saldada que tenía con la escena hip-hop (colaboraciones con A$AP Rocky, Playboy Carti y The Weeknd), su obligada serenata patriótica, que ahora es bastante extensa y donde encontramos algunas de sus letras más profundas (“Coachella-Woodstock In My Mind”, “God Bless America-and All the Beautiful Women in It”, “When the World Was at War We Kept Dancing”), o simplemente la parte inocente y juguetona de la Lana Del Rey que todos queremos oír (“Cherry”, “Groupie Love”).
Y todavía habrá quienes se inclinen por el capítulo final, con temas como “Change” y “Get Free”, que por tratarse de las que cierran el álbum nos dejan con una reflexión sobre el futuro de Lana Del Rey, algo que podemos leer como una declaración de intenciones sobre el “cambio” y la “libertad”.
La escuchamos cantar “Nunca me di cuenta que tenía que decidir, entre jugar el juego de alguien más o vivir mi propia vida…”, evocando el rocanrol melancólico de gente como Johnny Cash, Elvis Presley y Roy Orbison (la canción también suena sospechosamente a “Creep” de Radiohead).
Resulta paradójico que el álbum cierre con un tema que le canta a la libertad, cuando nunca se siente totalmente libre. Por el contrario, el plomo que Lana Del Rey lleva en los pies cuando presenta un nuevo disco ya comienza a pesar demasiado.