ESTEBAN CISNEROS
La voz del dolor ha vuelto.
Aún tiene gusto a bourbon y humo. Resuena como una tempestad, conforta como un plato caliente. Sigue siendo genuina, aparatosa, importante. Puede, aún hoy, cambiar vidas (o eso espero).
Canta para los corazones rotos y para los que no encuentran su lugar en el cosmos, pero también para los que buscan un sanalotodo de un día; la voz abarca a los tachados y a los listillos de turno, a los que buscan alivio y a los que buscan exaltación. Como ha sido desde hace muchos años. Y cuando digo muchos es muchos.
Charles Bradley ha vuelto a grabar y lanzar un disco. Su tercero en Daptone Records. Pero no nos vayamos con la finta como un defensa central abobado: no es su tercer trabajo, que hablamos de un viejo lobo de mar que ha ido, venido, y vuelto a empezar y se nota en cada una de las sílabas que grita o susurra. Charles Bradley es un superviviente y por eso su música es tan poderosa.
Vuelva usted a leer mi primera frase. Tiene sentido. No, en serio, la tiene.
Bradley llevaba años imitando a James Brown y cantando en los circuitos de la nostalgia. Natal de Florida, conoció la pobreza, el desahucio y la aflicción. Pero esa historia es de sobra conocida porque (carajo, qué bien) don Charles se ha convertido en un nombre referencia de la nueva música soul y más allá: millones de personas en el mundo se enamoraron de su voz, se identificaron o conmovieron con su historia y pusieron oídos atentos.
Un muy visto documental da cuenta de ello y, ojalá, este disco causará el mismo impacto que sus dos anteriores en Daptone, disquera emblema del renacer de la música propia de la Norteamérica negra (Bradley no es revival porque él ya hacía esta música antes de que la etiqueta existiese, pero sí que ha puesto al género en planos más visibles para otros públicos).
Su tercer elepé se llama Changes. Vaya palabra. Piense en ella.
El título viene de una versión a Black Sabbath que hizo para un disco de Record Store Day hace unos años. La canción, lúgubre desde su versión original, le queda como un traje a la medida a un Charles Bradley que alarga (y gracias) esa tradición de convertir lo aciago en congregación, la angustia en numen.
Pero hay más. Obvio.
Changes es una gran colección de canciones. Respaldado por la gigantesca Menahan Street Band, Bradley vuelve a su biografía, grita sobre el desamparo y el desconsuelo; es precisamente su jurisdicción emocional y podría hacerlo medio dormido con maestría y genialidad. Pero, con una voz así, ¿por qué ceñirse a los aullidos de dolor cuando pueden darse de júbilo?
Vivir es padecer, pero en el ínter es bailar y descuajaringarse. ¿O es al revés? Lo intento: vivir es bailar y descuajaringarse pero, en el ínter, padecer. Suena bien. Suena mejor. Aunque, puf, ni de cerca lo bien que suena Charles Bradley en su faceta de euforia funky.
Bradley es –también y sobre todo– modernísimo, muy-de-hoy, carne de retuit y de post-cargado-de-likes, muy dosmildieciséis en sonido y en sentimiento…
Era evidente. El tipo es pura alma.
Lo de Bradley es soul profundo y clásico, sureño, pasado de intenso; suena a colección vieja y polvosa de discos con etiquetas amarillentas y portadas con manchas de uso y humedad. Pero, tal vez saltándonos un par de cortes efectistas y de receta (aunque, que quede claro, la ecuación siempre sale bien despejada y hasta los pecadillos más evidentes resultan encantadores o, al menos, escudriñables), lo de Bradley es –también y sobre todo– modernísimo, muy-de-hoy, carne de retuit y de post-cargado-de-likes, muy dosmildieciséis en sonido y en sentimiento. Podría argumentar que el soul no ha pasado de moda, pero caería en la falacia con sólo dar un paso.
Intentaré esgrimir esta premisa, en la que creo con firmeza: Charles Bradley se siente tan vivo y cree tanto en el presente (lo mismo que su disquera y su banda) que el sonido que logra no puede ser otro. Sí, el pasado pesa, pero lo que cuenta –y más en las convulsiones diarias de un mundo desmejorado y funesto– es que hay música, que el amor no deja de aparecerse a pesar de todo (en una canción de Bradley, por ejemplo).
Que estamos vivos.
Entre el culto a la juventud, el ansia de inmediatez y el estrellismo narcisista (que, por otro lado, no son exclusivas de lo contemporáneo aunque sí se han potenciado con ayuda de gadgets y mecanismos sociales, quién sabe si en ese orden), Charles Bradley nos recuerda que no todo se trata de ser una estrella porque, como diría Afrika Bambaataa, esas se apagan tarde o temprano.
A veces la respuesta está en la canción, no en quien la canta; este es sólo una antena, una pantalla, un cable entre la inspiración –que quién sabe de dónde carajos viene a veces– y el mensaje final. Y cuando un chillido tan portentoso como el de Charles Bradley se deja controlar por una canción y se hace a un lado para que la música sea protagonista de verdad, hay que atender al gesto.
La voz del dolor ha vuelto. Y encontró que también puede ser la voz del júbilo.
C/S.